miércoles, 6 de junio de 2012

Homenaje a Ray Bradbury

Acaba de fallecer uno de los grandes del siglo XX: Ray Bradbury.

Como pequeño y modesto homenaje, copiamos a continuación un maravilloso cuento breve de este fantástico escritor.

D.E.P.




CALIDOSCOPIO
Ray Bradbury

El primer impacto rajó la nave cual si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres

fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una docena de peces fulgurantes. Se
diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un millón de fragmentos,
proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido.
-Barkley, Barkley, ¿dónde estás?

Voces aterrorizadas, niños perdidos en una noche fría.

-¡Woode, Woode!
-¡Capitán!
-Hollis, Hollis, aquí Stone.
-Stone, soy Hollis. ¿Dónde estás?
-¿Cómo voy a saberlo? Arriba, abajo... Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy cayendo!

Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y plateados.
Se diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y ahora en vez
de hombres eran sólo voces.

Voces de todos los tipos, incorpóreas y desapasionadas, con distintos tonos de
terror y resignación.

-Nos alejamos unos de otros.

Era cierto. Hollis, rodando sobre sí mismo, sabía que lo era y, de alguna forma, lo
aceptó. Se alejaban para recorrer distintos caminos y nada podría reunirles de nuevo.
Vestían sus trajes espaciales, herméticamente cerrados, sus pálidos rostros ocultos tras
las placas faciales. No habían tenido tiempo de acoplarse las unidades energéticas.
Con ellas, habrían sido pequeños botes salvavidas flotando en el espacio. Se habrían
salvado, habrían salvado a otros, habrían encontrado a todos hasta unirse para formar
una isla de hombres y pensar en alguna salida. Pero ahora, sin las unidades
energéticas acopladas a sus hombros, eran meteoritos alocados encaminándose hacia
destinos diversos e inevitables.

Pasaron diez minutos. E1 terror inicial se apagó, dando paso a una calma metálica.
Sus voces extrañas empezaron a entrelazarse en el espacio, un telar inmenso y oscuro,
cruzándose y volviéndose a cruzar hasta formar el tejido final.

-Stone a Hollis. ¿Cuánto tiempo podremos hablar por radio?
-Depende de tu velocidad y la mía.
-Una hora, supongo.
-Algo así -dijo Hollis, pensativo y tranquilo.
-¿Qué sucedió? -preguntó Hollis al cabo de un minuto.
-El cohete estalló, eso es todo. Los cohetes estallan, ¿sabes?
-¿Hacia dónde caes?
-Creo que me estrellaré en el Sol.
-Yo en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra a quince mil kilómetros por hora,
Arderé como una cerilla.
Hollis pensó en ello con una sorprendente serenidad. Le parecía estar separado de
su cuerpo, viéndolo caer y caer en el espacio, con la misma tranquilidad con la que
había visto caer los primeros copos de nieve de un invierno muy lejano.
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Los otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les había llevado a esto,
a caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo. Hasta el capitán callaba, porque no
había orden o plan que pudiera arreglarlo todo.

-¡Oh, esto es interminable! ¡Interminable, interminable! -exclamó una voz. ¡No
quiero morir, no quiero morir! ¡Esto es interminable!
-¿Quién habla?
-No lo sé.
-Creo que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?
-Esto es interminable y no me gusta. ¡Dios mío, no me gusta nada!
-Stimson, aquí Hollis. Stimson, ¿me oyes?

Una pausa. Seguían separándose unos de otros.

-¿Stimson?
-Sí -replicó por fin.
-Stimson, tranquilízate. Todos tenemos el mismo problema.
-No quiero estar aquí. Me gustaría estar en cualquier otro sitio.
-Hay una posibilidad de que nos encuentren.
-Si, sí, seguro -dijo Stimson-. No creo en esto, no creo que esté sucediendo
realmente.
-Es una pesadilla -dijo alguien.
-¡Cállate! -ordenó Hollis.
-Ven y hazme callar -contestó la voz. Era Applegate. Se reía con toda tranquilidad,
sin histeria-. Ven y hazme callar.

Por primera vez, Hollis sintió su impotencia. La cólera se adueñó de él porque en
aquel momento deseaba, más que ninguna otra cosa, herir a Applegate. Había
esperado muchos años para poder hacerlo..., y ahora era demasiado tarde. Applegate
era únicamente una voz radiofónica.
¡Y seguían cayendo y cayendo!
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Dos de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de descubrir
el horror de su situación. Hollis vio a uno de ellos, en una pesadilla, flotando muy cerca
de él, chillando y chillando.

-¡Basta!

El hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca se
callaría. Seguiría chillando durante un millón de kilómetros, mientras se encontrara en el
campo de acción de la radio. Fastidiaría a todos los demás e impediría que hablaran
entre sí.

Hollis alargó la mano. Era mejor así. Hizo un último esfuerzo y tocó al hombre. Se
agarró a su tobillo y fue desplazando la mano hasta llegar a la cabeza. El hombre chilló
y se retorció como si estuviera ahogándose. Sus gritos llenaron el universo.
"Da lo mismo -pensó Hollis-. El Sol, la Tierra o los meteoros lo matarán igualmente.
¿Por qué no ahora?"
Hollis aplastó la placa facial del hombre con su puño metálico. Los gritos cesaron.
Se apartó del cadáver y lo dejó alejarse siguiendo su propio curso, cayendo y cayendo.
Hollis y los demás seguían cayendo sin cesar en el espacio, en el interminable
remolino de un terror silencioso.

-Hollis, ¿sigues ahí?

Hollis no contestó. Una oleada de calor inundó su rostro.

-Aquí Applegate otra vez.
-¿Qué hay, Applegate?
-Hablemos. No podemos hacer otra cosa.

El capitán intervino.

-Ya es suficiente. Tenemos que encontrar una solución.
-Capitán, ¿por qué no se calla?
-¿Qué?
-Ya me ha oído, capitán. No pretenda imponerme su rango, porque nos separan
quince mil kilómetros y no tenemos que engañarnos. Tal como dijo Stimson, la caída es
interminable.

-¡Compórtese, Applegate!
-No quiero. Esto es un motín de uno solo. No tengo una maldita cosa que perder.
Su nave era mala, usted un mal capitán, y espero que se ase cuando llegue al Sol.
-¡Le ordeno que se calle!
-Adelante, vuelva a ordenarlo. -Applegate sonrió a quince mil kilómetros de
distancia. El capitán no dijo nada más-. ¿Dónde estabamos, Hollis? Ah, sí ya recuerdo.
También te odio a ti. Pero tú ya lo sabes. Hace mucho tiempo que lo sabes.
Hollis, desesperado, cerró los puños.

-Quiero confesarte algo -prosiguió Applegate-. Algo que te hará feliz. Fui uno de los
que votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco años.

Un meteorito surcó el espacio. Hollis miró hacia abajo y vio que no tenía mano
izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente, advirtió la falta de aire en su traje.
El oxígeno que conservaba en los pulmones le permitió, sin embargo, hacer un nudo a
la altura de su codo izquierdo, apretando la juntura y cerrando el escape. La rapidez del
suceso no le dio tiempo a sorprenderse. Ninguna cosa podía sorprenderle en aquel
momento. Ya cerrado el boquete, el aire volvió a llenar el traje en un instante. Y la
sangre, que había brotado con tanta facilidad, quedó comprimida cuando Hollis apretó
aún más el nudo, hasta convertirlo en un torniquete.

Todo esto había sucedido en medio de un terrible silencio por parte de Hollis. Los
otros hombres conversaban. Uno de ellos, Lespere, hablaba sin cesar de si mujer de
Marte, de su mujer venusiana, de su mujer de Júpiter, de su dinero, sus buenos
tiempos, sus borracheras, su afición al juego, su felicidad... Hablaba y hablaba, mientras
todos caían. Lespere, feliz, recordaba el pasado mientras se precipitaba a la muerte.
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¡Todo era tan raro' Espacio, miles de kilómetros de espacio, y voces vibrando en su
centro. Ningún hombre al alcance de la vista, sólo las ondas de radio se agitaban
tratando de emocionar a otros hombres.

-¿Estás enfadado, Hollis?
-No.

Y no lo estaba. Había recuperado la serenidad. Era una masa insensible, cayendo
para siempre hacia ninguna parte.

-Durante toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Hollis. Y yo lo impedí. Siempre
quisiste saber lo que había ocurrido. Bien, voté contra ti antes de que me despidieran a
mí también.
-No tiene importancia.

Y no la tenía. Todo había terminado. Cuando la vida llega a su fin es como un
intenso resplandor. Un instante en el que todos los prejuicios y pasiones se condensan
e iluminan en el espacio, antes de que se pueda decir una sola palabra. Hubo un día
feliz y otro desdichado, hubo un rostro perverso y otro bondadoso... El resplandor se
apaga y se hace la oscuridad.
Hollis pensó en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le atormentaba y
por ella, únicamente por ella, deseaba seguir viviendo. ¿Sentirían lo mismo sus
compañeros de agonía? ¿Tendrían aquella sensación de no haber vivido nunca?
¿Pensarían, como él, que la vida surge y muere antes de poder respirar una vez? ¿Les
parecería a todos tan abrupta e imposible, o sólo a él, aquí, ahora, con escasas horas
para meditar?
Uno de los otros hombros estaba hablando.

-Bueno, yo viví bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en Júpiter.
Todas tenían dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue maravilloso. Me
emborrachaba, y hasta una vez gané veinte mil dólares en el juego.
"Pero ahora estás aquí -pensó Hollis-. Yo no tuve nada de eso. Tenía celos de ti,
Lespere. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus juergas. Las mujeres me
asustaban y huía al espacio, siempre deseándolas, siempre celoso de ti por tenerlas,
por tu dinero, por toda la felicidad que podías conseguir con aquella vida alocada. Pero
ahora se acabó todo, caemos. Ya no tengo celos de ti. Es mi final y el tuyo y todo
parece no haber sucedido nunca."

Hollis levantó el rostro y gritó por la radio:

-¡Todo ha terminado, Lespere!

Silencio.

-¡Como si nunca hubiese ocurrido, Lespere!
-¿Quién habla? -preguntó Lespere temblorosamente.
-Soy Hollis.

Se sintió miserable. Era la mezquindad, la absurda mezquindad de la muerte.
Applegate le había herido y él, Hollis, quería herir a otro. Applegate y el espacio le
habían herido.

-Ahora estás aquí, Lespere. Todo ha terminado, como si nunca hubiera sucedido,
¿no es cierto?
-No.
-Cuando llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. ¿Es mejor tu vida que
la mía, ahora? Antes, sí, ¿y ahora? El presente es lo que cuenta. ¿Es mejor? ¿Lo es?
-¡Sí, es mejor!
-¿Por qué?
-Porque conservo mis pensamientos, ¡porque recuerdo! -gritó Lespere, muy lejos,
indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos.
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Y estaba en lo cierto. Hollis lo comprendió mientras una sensación fría como el hielo
fluía por todo su cuerpo. Existían diferencias entre los recuerdos y los sueños. A él sólo
le quedaban los sueños de las cosas que había deseado hacer, pero Lespere
recordaba cosas hechas, consumadas. Este pensamiento empezó a desgarrar a Hollis
con una precisión lenta, temblorosa.

-¿Y para qué te sirve eso? -gritó a Lespere-. ¿De qué te sirve ahora? Lo que llega a
su fin ya no sirve para nada. No estás mejor que yo.
-Estoy tranquilo -contestó Lespere-. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me vuelvo
perverso, como tú.
-¿Perverso?

Hollis meditó. Nunca, en toda su vida, había sido perverso. Nunca se había atrevido
a serlo. Durante muchos años debió de haber estado guardando su perversidad para
una ocasión como la actual. "Perverso". La palabra martilleó en su mente. Se le saltaron
las lágrimas y resbalaron por su cara.

-Cálmate, Hollis.

Alguien había escuchado su voz sofocada.
Era completamente ridículo. Tan sólo un momento antes, había estado aconsejando
a otros, a Stimson... Había sentido coraje y creído que era auténtico. Pero, ahora lo
comprendía, no se trataba más que de conmoción, y de la "serenidad", que puede
acompañarla. Y ahora trataba de condensar toda una vida de emociones reprimidas en
un intervalo de minutos.

-Sé lo que sientes, Hollis -dijo Lespere, ya a treinta mil kilómetros de distancia, con
una voz cada vez más apagada-. No me has ofendido.

"Pero, ¿no somos iguales? -se preguntó un aturdido Hollis-. ¿Lespere y yo? ¿Aquí,
ahora? Si algo ha terminado, ya está hecho. ¿Qué tiene de bueno, entonces? Los dos
moriremos, de una forma o de otra."
Pero Hollis sabía que todo aquello era puro raciocinio. Era como intentar explicar la
diferencia entre un hombre vivo y un cadáver: uno poseía una chispa, un aura, un
elemento misterioso, y el otro no.
Y lo mismo ocurría con Lespere y él. Lespere había vivido enteramente, y ello le
convertía ahora en un hombre diferente. Y él, Hollis, había estado muerto durante
muchos años. Se acercaban a la muerte siguiendo distintos caminos y, con toda
probabilidad, si existieran varios tipos de muertes, el de Lespere y el suyo serían tan
diferentes como la noche y el día. La cualidad de la muerte, como la de la vida, debe
ser de una variedad infinita. Y si uno ya ha muerto una vez, ¿por qué preocuparse de
morir para siempre, tal como estaba muriendo él ahora?
Un momento después descubrió que su pié derecho había desaparecido. Estuvo a
punto de reír. E1 aire por segunda vez había escapado de su traje. Se inclinó
rápidamente y vio salir la sangre. El meteorito había cortado la carne y el traje hasta el
tobillo. Oh, la muerte en el espacio era humorística: te despedaza poco a poco, cual
tétrico e invisible carnicero. Hollis apretó la válvula de la rodilla. Sentía dolor y mareo.
Luchó por no perder la conciencia, apretó más la válvula y contuvo la sangre,
conservando el aire que le quedaba. Se enderezó y prosiguió su caída. No podía hacer
más.

-¿Hollis?

Hollis respondió cansinamente, harta de aguardar la muerte.

-Aquí Applegate de nuevo -dijo la voz.
-Sí.
-He estado pensando, y escuchándote. Esto no va bien. Nos convierte en
perversos. Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad que llevamos
dentro. Hollis, ¿me escuchas?
-Sí
-Te mentí. Hace un momento. Te mentí. No voté contra ti. No sé por qué lo dije.
Creo que deseaba hacerte daño. Parecías el más indicado. Siempre nos hemos
peleado, Hollis. Creo que me estoy haciendo viejo de repente, arrepintiéndome. Guando
oí que tú eras un perverso me avergoncé. Es igual, quiero que sepas que yo también fui
un idiota. No hay ni pizca de verdad en todo lo que dije. Y vete al infierno.
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Hollis sintió que su corazón volvía a latir. Había estado parado durante cinco
minutos. Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La conmoción había
terminado, y los sucesivos ataques de cólera, terror y soledad iban disipándose. Era un
hombre recién salido de una ducha fría matutina, listo para desayunar y enfrentarse a
un nuevo día.

-Gracias, Applegate.
-No hay de qué. Y anímate, bobo.
-¿Dónde está Stimson? ¿Cómo se encuentra?
-¿Stimson?

Todos escuchaban atentamente:

-Debe de haber muerto.
-No lo creo. ¡Stimson!

Volvieron a escuchar.
Y oyeron una respiración dificultosa, lejana, lenta...

-Es él. Escuchad.
-¡Stimson!

Nadie respondió.
Sólo podían oír una respiración lenta y bronca.

-No contestará.
-Ha perdido el conocimiento. Dios le ayude.
-Es él, escuchad.

Una respiración apenas audible, el silencio.

-Está encerrado como una almeja. Encerrado en sí mismo, haciendo una perla.

Consideradlo así, todo tiene su poesía. Él es más feliz que nosotros.
Stimson flotaba en la lejanía. Todas lo escucharon.

-¡Eh! -dijo Stone.
-¿Qué?

Hollis había contestado con toda su fuerza. Stone, más que ningún otro, era un
buen amigo.

-Estoy entre un enjambre de meteoritos, pequeños asteroides.
-¿Meteoritos?
-Creo que es el grupo de Mirmidón, que se desplaza entre Marte y la Tierra y tarda
cien años en recorrer su órbita. Me encuentro justo en el medio. Es como un
calidoscopio gigante. Hay colores, formas y tamaños de todos los tipos. ¡Dios mío, que
hermoso es todo esto!

Silencio.

-Me voy con ellos -prosiguió Stone-. Me llevan con ellos. Estoy condenado. -Y se rió
de buena gana.

Hollis trató de ver algo, pero sin conseguirlo. Allí sólo había las grandes joyas del
espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de esmeraldas y las tintas de terciopelo
del espacio, y la voz de Dios confundiéndose entre los resplandores cristalinos. Era algo
increíble y maravilloso pensar en Stone acompañando al enjambre de meteoritos. Iría
más allá de Marte y volvería a la Tierra cada cinco años. Entraría y saldría de las órbitas
de los planetas durante las siguientes miles y miles de años. Stone y el enjambre de
Mirmidón, eternos e infinitos, girarían y se modelarían como los colores del calidoscopio
de un niño cuando éste levanta el tubo hacia el sol y lo va girando.

-Adiós, Hollis. -La voz de Stone, ya muy debilitada-. Adiós.
-Buena suerte -gritó Hollis, a cincuenta mil kilómetros de distancia.
-No te hagas el gracioso -dijo Stone.

Silencio. Las estrellas se unían más y más entre ellas.
Todas las voces, iban apagándose. Todas y cada una seguían su propia ruta; unas
hacia el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo Hollis. Miró hacia abajo. Él,
y sólo él, volvía solitario a la Tierra.

-Adiós.
-Tómatelo con calma.
-Adiós, Hollis -dijo Applegate.

Adioses innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se
desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado con eficiencia y
perfección dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando ésta aún surcaba el
espacio, morían uno a uno. Todo el significado de sus vidas saltaba hecho añicos. Igual
que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el espíritu de la nave, todo el
tiempo que habían pasado juntos, lo que los unos significaban para los otros, todo eso
moría. Applegate ya no era más que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca
más sería motivo de desprecio o intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos
inútiles, faltos de misión que cumplir, se desperdigaban. Las voces desaparecieron y el
espacio quedó en silencio. Hollis estaba solo, cayendo.
Todos estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de palabras
divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán marchaba hacia el Sol. Stone se
alejaba entre la nube de meteoritos, y Stimson, encerrado en sí mismo. Applegate iba
hacia Plutón. Smith, Turner, Underwood... Los restos del calidoscopio, las piezas de lo
que otrora fue algo coherente, se esparcían por el espacio.
"¿Y yo? -pensó Hollis-. ¿Qué puedo hacer?. ¿Puedo hacer algo para compensar
una vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de todos
estos años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta... Pero no hay nadie aquí.
Estoy solo. ¿Cómo hacer algo que valga la pena cuando se está solo? Es imposible.
Mañana por la noche me estrellaré contra la atmósfera de la Tierra. Arderé, y mis
cenizas se esparcirán por todos los continentes. Seré útil. Sólo un poco, pero las
cenizas son cenizas y se mezclarán con la tierra."
Caía rápidamente, como una bala, como un guijarro, como una pesa metálica.
Sereno, ni triste ni feliz... Lo único que deseaba, cuando todos los demás se habían ido,
era hacer algo válido, algo que sólo él sabría.
"Cuando entre en la atmósfera, arderé como un meteoro."
-Me pregunto si alguien me verá -dijo en voz alta.
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Desde un camino, un niño alzó la vista hacia el cielo.
-¡Mira, mamá! ¡Mira! -gritó-. ¡Una estrella fugaz!
La estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de Illinois.
-Pide un deseo -dijo la madre del niño-. Pide un deseo.

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