Esta es una historia de tres minas de dinero. También es una historia de retroceso monetario, de la extraña resolución de mucha gente en dar marcha atrás a varios siglos de progreso.
La primera mina de dinero es una mina de verdad: la mina de oro a cielo abierto Porgera, en Papúa Nueva Guinea, uno de los principales productores del mundo. Su fama es terrible debido a las vulneraciones de los derechos humanos (violaciones, palizas y asesinatos por parte del personal de seguridad) y a los daños al medio ambiente (enormes cantidades de residuos potencialmente tóxicos vertidos en un río cercano). Pero los precios del oro, si bien están por debajo de su máximo reciente, aún triplican a los de hace una década, así que hay que seguir excavando.
La segunda mina es bastante más extraña: la mina de bitcoins de Reykjanesbaer, en Islandia. El bitcoin es una moneda digital que tiene valor porque…, bueno, es difícil decir exactamente por qué, pero, al menos de momento, la gente está dispuesta a comprarla debido a que cree que otra gente estará dispuesta a hacerlo. Está concebida como una especie de oro virtual. Y, como el oro, puede ser extraída: es posible crear nuevos bitcoins, pero solo resolviendo problemas matemáticos muy complejos que requieren tanto un gran poder de cálculo informático como gran cantidad de electricidad para que los ordenadores funcionen.
De ahí que se localice en Islandia, que dispone de electricidad barata procedente de centrales hidroeléctricas y de abundante aire frío para refrigerar las máquinas en frenética actividad. Es decir, se están utilizando gran cantidad de recursos reales para generar objetos virtuales sin una utilidad clara.
La tercera mina de dinero es hipotética. En 1936, el economista John Maynard Keynes sostenía que era preciso aumentar el gasto público para volver al pleno empleo. Pero entonces, como ahora, había una dura oposición política a cualquier propuesta de este estilo. Así que Keynes sugirió una pintoresca alternativa: que el Estado enterrase botellas llenas de dinero en minas de carbón abandonadas y que el sector privado gastase su dinero en desenterrarlas. Estaba de acuerdo en que sería preferible que el Estado construyese carreteras, puertos y otras cosas útiles, pero incluso el gasto absolutamente inútil proporcionaría a la economía un impulso muy necesario.
Una idea ingeniosa. Pero Keynes no se quedó ahí. A renglón seguido señalaba que la verdadera extracción de oro de las minas en la vida real se parecía mucho a su experimento imaginario. Al fin y al cabo, los mineros se afanaban en sacar dinero de la tierra a pesar de que era posible producir cantidades ilimitadas de moneda prácticamente sin coste utilizando la máquina de imprimir. Y tan pronto se extraía el dinero de la mina, gran parte del mismo se volvía a enterrar en lugares como la cámara acorazada del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, donde hay depositados cientos de miles de lingotes de oro sin ningún uso en particular.
Creo que Keynes se habría reído con sarcasmo al ver lo poco que las cosas han cambiado en las tres últimas generaciones. El gasto público para combatir el desempleo sigue siendo una herejía, y los mineros continúan arruinando el entorno para engrosar los ociosos depósitos de oro. (Keynes calificaba al patrón oro de “reliquia bárbara”). Los bitcoins no hacen más que acrecentar el absurdo. Al fin y al cabo, el oro tiene por lo menos algunos usos reales, como, por ejemplo, rellenar muelas; pero en la actualidad estamos consumiendo recursos para generar un “oro virtual” que solo consiste en series de dígitos.
Sospecho, sin embargo, que Adam Smith estaría consternado.
A Smith se le considera con frecuencia un santo patrón conservador y, en efecto, fue el primer defensor del mercado libre. Sin embargo, lo que no se menciona tan a menudo es que también abogó con determinación por la regulación de los bancos, y que hizo una clásica alabanza de las virtudes del papel moneda. La moneda era, a su entender, una forma de facilitar el comercio, no una fuente de prosperidad nacional, y el papel moneda, sostenía, permitía que el comercio se desarrollase sin inmovilizar gran parte de la riqueza de un país en una “reserva muerta” de plata y oro.
Entonces, ¿por qué destrozamos las tierras altas de Papúa Nueva Guinea para aumentar nuestra reserva muerta de oro y, lo que es aún más chocante, tenemos potentes ordenadores funcionando sin interrupción para engrosar una reserva muerta de dígitos?
Si preguntamos a los obsesos del oro, responderán que el papel moneda proviene de los Gobiernos, y que no se puede confiar en que estos no devalúen sus monedas. Sin embargo, lo curioso es que después de tanto hablar de devaluación, esta resulta muy difícil de encontrar. No se trata solo de que después de años de serias advertencias sobre la inflación desbocada, en los países avanzados la inflación sea sin lugar a dudas demasiado baja, y no demasiado alta. Incluso desde una perspectiva mundial, los episodios de inflación verdaderamente elevada se han convertido en algo poco frecuente. Así y todo, la propaganda de la hiperinflación florece sin cesar.
El atractivo del bitcoin parece proceder más o menos de las mismas fuentes, a lo que se añade la sensación de que es de alta tecnología y algorítmico, de manera que tiene que ser la tendencia del futuro.
Pero no permitamos que los sofisticados atributos nos confundan: lo que realmente está teniendo lugar es un viaje hacia los días en los que el dinero era algo que podías hacer que tintineara en el bolsillo. Tanto en el trópico como en la tundra, por alguna razón estamos cavando nuestro camino de vuelta al siglo XVII.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008.
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